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Hacia una pedagogía de la elección: más allá de Freire

La crítica ha de ser substituida por el criterio, porque sólo eso puede permitirnos discriminar cuando hay que ser críticos y cuando no. En consecuencia, no se trata tanto de ser críticos como de tener criterio ni tampoco de educar para la crítica cuanto de educar para ser capaces de formarnos nuestros propios criterios.

Fue necesario que Paulo Freire, con su teoría y con sus prácticas, nos llamara la atención sobre la dimensión política de la educación. La ilusoria neutralidad de la educación y de las acciones de los educadores, propiciada, entre otros factores, por una pedagogía empeñada en ser científica, había ido generando, a lo largo del tiempo, unas escuelas cerradas sobre sí mismas. Unas escuelas alejadas de un contexto “contaminado” por los intereses en conflicto y los juegos de poder propios de la vida social. Un contexto que, desde la perspectiva de los adultos de la época, era en exceso problemático y no podía sino perjudicar a unos niños rousseaunianamente inocentes.
La sociedad era el dominio de los adultos y los niños y los jóvenes no estaban preparados “todavía” para asumir la condición y responsabilidades de la vida adulta. Esto los convertía, de forma automática, en meros recipientes – sin voz ni voto – para los saberes seleccionados como necesarios por los adultos. La educación tenía el encargo social de formar a los niños y los jóvenes para vivir en la sociedad pero también de protegerlos de un mundo exterior que aún no estaban preparados para comprender. La institución encargada de desarrollar esta función era la escuela: una isla en el océano de lo social que estaba rodeada por altos muros; aquellos muros que dieron argumento a la magnífica canción que Pink Floyd compuso a finales de los años 70.
La descontextualización de los saberes realizada en la escuela aislaba peligrosamente al conocimiento y a los saberes de la vida real, que transcurría extramuros. Encapsulaba a la ciencia en unos curriculums cerrados que la privaban del sentido que la justifica y contribuían todavía más a alejarla de la vida cotidiana. Y desligaba, por último, los aprendizajes escolares de las motivaciones que los podían impulsar y de la aplicabilidad y utilidad que los estimulan, los propician y los dotan de sentido. Sin relación y sin contexto no es posible la vida. Al igual que los no-espacios de Augé, aquellas son no vida, no-saber, no-ciencia.
Freire, el genial y comprometido pedagogo brasileño, denunció esta situación y nos propuso sacar la educación de los “bancos escolares”; sustituir la educación bancaria por una educación crítica. De una forma simplificada esto significa tomar las riendas de nuestros propios aprendizajes; conectarnos con nuestras realidades y nuestras vidas; y, de alguna manera, volver a unir lo que la ciencia y la historia habían estado separando: la educación y la vida. La concientización como proceso teórico-práctico de comprensión del propio estar en el mundo y como acción que conlleva el cambio y la transformación me parece una de las aportaciones pedagógicas más innovadoras del siglo XX.
Pero eso no significa de ninguna de las maneras que de la innovación hagamos dogma. Freire fue una persona de su tiempo. Un pensador y un activista que supo leer aquella realidad – la de la primera mitad del pasado siglo – y crear un nuevo enfoque que ayudara, estimulara e impulsara a los demás a hacer sus propias lecturas. En el marco de una sociedad estructurada por clases en la que los opresores y los oprimidos se hallaban orgánicamente vinculados, él nos propuso ser críticos como un camino para romper aquellas relaciones de dependencia entre los que tenían – voz, dinero, educación, vidas dignas, etc. – y los que no.
La desaparición de aquel que nos marca una dirección, de quien nos enseña un camino y nos muestra cómo caminar, supone una tremenda pérdida; la pérdida del maestro. Somos, sin embargo, afortunados porque Freire nos dejó su visión del mundo y de las personas, sus teorías, sus prácticas y su ejemplo de compromiso y dedicación a los demás, especialmente a aquellos que más lo necesitan.
Su desaparición nos responsabiliza puesto que nos hace deudores y continuadores de su legado. Pero hay que decirlo claramente: Paulo Freire no fue otra cosa – nada más y nada menos – que una persona contextualizada en un espacio y un tiempo determinado. Decía Nietzsche que se recompensa mal a un maestro permaneciendo siempre discípulo. Freire ni buscaba ni deseaba discípulos; buscaba – y toda su vida luchó por conseguirlo – ayudar a las personas a construir sus propios caminos; a ser libres, esto es, capaces de pensar, de sentir, de vivir y de crecer por ellas mismas.
Quizás ese es uno de los principales peligros que afrontan las ideas, las teorías y las metodologías que sobreviven a sus autores, sobre todo, si crean escuela: el pensar que aquellas son inmutables y que perviven más allá del tiempo y del espacio; más allá de los contextos y de las interpretaciones. Creo que es preciso huir del dogmatismo que caracteriza la ortodoxia de los discípulos: la fidelidad acrítica al “maestro”. No habría, desde mi punto de vista, mayor traición a un espíritu tan crítico e innovador como el de Paulo Freire.
Escuché a Gadotti, amigo y seguidor de Freire, que Freire nunca hubiera sido freiriano. Creo que esto refleja de manera muy clara lo que quiero señalar. En el ámbito de la pedagogía social las metodologías, las prácticas, las técnicas y las teorías no pueden esperar que sea la realidad – que es esencialmente dinámica y cambiante – la que se adapte a ellas. Son ellas las que han de evolucionar, en nuestras manos y en nuestras mentes, en una constante búsqueda de nuevas y mejores maneras de conectar, comunicar, expresar, compartir y construir. Ellas nunca pueden ser un fin en sí mismas.
Por eso me parece que hay que partir de Freire para ir más allá de Freire. Si algo hemos aprendido del pensador brasileño es que actuando sobre nosotros y sobre nuestro entorno podemos cambiar y mejorar las condiciones de nuestras vidas. Si algo hemos aprendido de él es que no hay nada escrito, que todo está por escribir y que para hacerlo debemos partir de donde estamos y de quienes somos para luchar por llegar a donde queremos estar y a quienes queremos ser. Si algo seguimos aprendiendo de él es que todas las voces cuentan y que la Pedagogía Social puede ser un medio muy apropiado y útil para llegar a todas ellas, para incluirlas y para acompañar-las en el proceso de contar – de ser alguien, de participar – en la vida sociocultural.
En unas sociedades tan complejas como las nuestras, sin embargo, dualidades como opresor-oprimido resultan reduccionistas y simplificadoras. En el nuevo contexto no se trata sólo de liberarse. De lo que se trata es de crecer. Me parece que esa es la clave y el objetivo de una Pedagogía Social actualizada y para ello no basta con ser crítico. En el marco de la complejidad la crítica como método puede convertirse en una postura cristalizada que lleve a planteamientos y discusiones extremas, circulares y cerradas.
La crítica ha de ser substituida por el criterio, porque sólo eso puede permitirnos discriminar cuando hay que ser críticos y cuando no. En consecuencia, no se trata tanto de ser críticos como de tener criterio ni tampoco de educar para la crítica cuanto de educar para ser capaces de formarnos nuestros propios criterios. Esa es la base de la elección: el criterio.

Xavier Úcar


  
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