Desespera que se ponga énfasis en la globalidad del enfoque para superar la crisis de las escuelas y el desamparo de quienes las abandonan, apelando a las políticas sociales, sin que la Educación Social y su Pedagogía se nombren. Un silencio que ya no es desdén, sino más bien un retrato de ignorancia.
Cada año, más de seis millones de adolescentes y jóvenes europeos abandonan el sistema escolar sin haber concluido el primer ciclo de la enseñanza secundaria o su equivalente en la formación profesional. Son las cifras que – oficialmente – ha trasladado la Comisión Europea a la opinión pública, instando a intervenir con firmeza en distintos ámbitos del quehacer político de la Unión, comprometiendo al Parlamento y al Consejo Europeo, a sus comités y a los Estados miembros, con una agenda de actuaciones que afronten uno de factores de riesgo más relevantes en la inducción de la pobreza y la exclusión social. La ambigüedad de la expresión “abandono escolar prematuro”, de la que hace uso la Comisión, no oculta – aunque parece pretenderlo – la contundencia de los diagnósticos con los que hemos ido identificando el fracaso escolar y los diferentes recorridos por los que transita el desafecto de nuestra juventud hacia el sistema educativo y sus pretendidas bondades pedagógicas y sociales. Un “abandono” que dificulta, según los redactores del documento, “un crecimiento inteligente, integrador y sostenible de nuestras sociedades”. La brecha entre los que progresan adecuadamente y quienes perpetúan su atraso crónico se agiganta. La media europea, estimada en un 14,4% de la población que entre 18 y 24 años no ha alcanzado los mínimos de la escolarización prevista, tampoco encubre que en algunos países – caso de España y Portugal – el drama de la deserción supera el 30 %, o que las razones de su “dimisión” son, además de educativas, personales, económicas y sociales; tanto como para poder afirmar que una gran mayoría pertenece a entornos socialmente desfavorecidos o a colectivos vulnerables, para los que la escuela pocas veces se percibe como un espacio amigable. El absentismo, la apatía o el rechazo hacia las opciones que habilita la mal llamada educación “formal” o “general”, derivan a menudo en procesos que sancionan la incapacidad académica de sus alumnos, la desmotivación que muestran hacia los saberes o su alejamiento irreversible de las aulas; y, con ellos, la posibilidad de que el derecho a la educación contribuya a la lucha contra la injusticia, las desigualdades y la discriminación social. O, si se prefiere, para que con más y mejor educación aumenten las oportunidades de cada persona y de la sociedad para desarrollarse cívicamente en libertad, de forma crítica y autónoma, conscientes de sus responsabilidades en la construcción de una ciudadanía más democrática y cohesionada. Sorprende que en el análisis de las circunstancias que envuelven este fracaso se eludan las incongruencias de las políticas educativas, obsesionadas con la escuela y sus enseñanzas, no tanto como problema sino, y sobre todo, como solución. O, simplemente, que se sigan identificando las reformas educativas y las del sistema educativo con las del currículum y de los sistemas “escolares”, con sus convencionales modos de aludir a los centros “educativos”, a sus actores, recursos y programas, llegando a asimilar el fracaso escolar con el fracaso educativo, en la escuela y para siempre. Asombra que aún hoy los “planes personalizados”, “las comunidades de aprendizaje”, las “educaciones complementarias”, las “medidas preventivas” o los “itinerarios educativos flexibles” se contemplen como “escuelas de segunda oportunidad”, “redes con agentes ajenos a la escuela”, “actividades extracurriculares”, “no formales” e “informales”. Palabras, todas ellas, que traicionan los discursos de una educación para todos y durante toda la vida, vaciando la cultura, las ciudades, los paisajes, los medios de comunicación social, las empresas, los movimientos cívicos, los servicios sociales, las familias, internet, de su enorme potencial educativo y de su imprescindible concurso para una formación integral que ilusione e incluya. Claro está, también en y con la escuela. Desespera que se ponga énfasis en la globalidad del enfoque para superar la crisis de las escuelas y el desamparo de quienes las abandonan, apelando a las políticas sociales, en materia de juventud, familia, salud, empleo, cultura, deporte, desarrollo local, sin que la Educación Social y su Pedagogía – de amplia trayectoria científica, académica y profesional – se nombren. Un silencio que ya no es desdén, sino más bien el retrato de su ignorancia. Cuando muchos de nuestros niños, adolescentes, jóvenes, adultos, mayores, retornan con sus prácticas “socioeducativas” al paraíso perdido de la educación, al que no tuvieron acceso o del fueron expulsados “escolarmente”, creer que las alternativas residen en seguir observándolos como “alumnos” es más de lo mismo; puede que, incluso, peor. Se mire como se mire, aún con las mejores intenciones de “reintegración” y “compensación” que las escuelas puedan deparar. Comenzando por las proclamas políticas, en las que combinar lo cívico y lo pedagógico ya no resulta convincente. Por quien lo dice, aunque también, con demasiada frecuencia, por lo poco que saben de lo que dicen.
José A. Caride Gómez
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